ASALTO A LA PLAZA DE LAS ARTES: UN CONCIERTO A LO JODOROWSKY
Un concierto para entrar en contacto con las propuestas regionales y escuchar como presentación estelar a un músico cercano, humano, amigo: noche ideal para que la juventud reclame un espacio que por derecho es suyo.
De los claroscuros que se erigen con la penumbra del alumbrado público surge la escultura de una doncella sin extremidades ni cabeza, sólo belleza. Al fondo un baterista tijuanense canta sobra estatuas o cifras, describiendo un escenario tétrico cuyas figuras nocturnas contrastan con la suavidad de un coro iluminado. Esta noche la “Plaza de las Artes” le pertenece a la juventud: la música alternativa regional será el coctel que acompañará una velada organizada como parte de las actividades del Festival de Octubre.
“Somos Entre Desiertos, de Baja California, vamos a tocarles un par de rolitas esta noche”, comparte Rommel, vocalista de la agrupación fronteriza de nombre recién evocado. A petición del público inicia la canción de “Semáforo”, pieza que tiene lo mismo de repetitiva que de extraordinaria y que hace 3 meses fue teatralizada en un video que desborda esquizofrenia, drama y lucidez.
Las reflexiones internas se gestan con los homenajes al delirio del grupo desértico: “¿Qué es la música? ¿Un símbolo? ¿Un mensaje? ¿Un conjunto de almas reflejadas en el caos de lo errático?”. Pensando desde la ciencia social, nos encontramos con la aproximación a la música como expresión cultural, y si la cultura es identidad, ¿qué dice la música regional de nosotros, los reunidos hoy en este pedazo de mundo? ¿Qué somos? ¿Qué queremos ser?
Una proyección de visuales curvados y derretidos iluminan una pared al lado del escenario, acompañando el trance de “Poco a poco”. En las vibraciones a la Tijuana pienso en nuestra generación, condenada por la incertidumbre, la crisis de valores del nihilismo malinterpretado y la voluntaria ignorancia de la historia: una generación cuya única certeza —inyectada por los medios— es que debemos vivir con intensidad cada momento (es decir, tomar las decisiones más estúpidas a cada oportunidad) porque, pues “sólo se vive una vez”.
Un sismo orquestal hace temblar los escombros de los presentes/ausentes, reacomodando la dirección de lo que llamamos emoción. La siguiente canción es “Cristal”, cuya primera armonía es marea y salto: “Hoy creí… poder soñar… con la luna al cristal…”. ¿En qué punto del abanico de géneros musicales situar a Entre Desiertos? Difícil de aterrizar cuando su textura retoma elementos de jazz, música electrónica, indie-rock, sonidos de orquesta y la lírica semi-poética que le fascina a esa difusa tribu urbana denominada como “hipster”, tan popular en la región: “¡Y salgo, una ninfa me incita a viajar… hacia ti!”.
“¡Cáiganle a bailar!”, exclama el vocal. Se acercan los valientes que prefieren soltar la tensión de la semana antes que preocuparse por el “qué dirán” de los que observan sentados (¿cansados?). “¡Morena mía suelta esas piernas!”, dice La Gota. “¡Que se escuche ese grito! ¡Oooooooh!”. Eso quiere el artista, sacudir la garganta, trastocar el estrés, que reine el sentimiento, la libertad y el caos por un momento eterno.
Concluye la presentación de la banda tijuanense y entre el cambio de músicos se dan las conversaciones atípicas que resultan de colisionar marcos de referencia y significación diversos. “¿Quiénes eran?”, me pregunta un señor de edad avanzada. “Entre Desiertos, una banda tijuanense”, le respondo. “Órale, están chidos, algo locochones”, expresa el nuevo fan.
Tras unos minutos de espera inicia Trillones, músico de Mexicali cuyos beats seguro espantarán a varios adultos porteños no acostumbrados a que les revienten los oídos de esta manera. “¿Qué opinas del tipo haciendo ruido?”, me pregunta una amiga bióloga. “Creo que asustará a más de uno”, le respondo. “Parece que dice ´mátalos, mátalos a todos, ¡a todos!´”, expresa con humor. “No me gusta, no me gusta”, dice de inmediato mostrando un pulgar hacia abajo.
El escenario y el público siempre serán la otra mitad de todo concierto. La disposición de sillas, en esta ocasión, atenta contra el baile, retiene en los asientos a la gente que sólo puede dedicarse a imaginar cómo sería si se parecen a danzar esa música rara. Una niña rompe la pared, digna representación de la indiferencia al ridículo, y se posiciona frente al escenario, lista para navegar por las cumbres y paisajes estelares en los Trillones de galaxias que encierra este proyecto cachanilla; el instante resulta dialéctico por el conjunto de contrastes entre ambos actores de la escena.
“¿Quieres?”, me pregunta una amiga socióloga, extendiendo un termo con “café”. Acepto un trago agradecido, mientras el músico de Mexicali sigue ondulando la realidad con beats procesados en la ruptura de la normalidad.
“¿Qué hacen?”, le pregunto a un par de amigos estudiantes de biología, gustosos de exprimir el pensamiento y las certezas hasta sus últimas consecuencias. “Hablar del futuro”, me responden. Tampoco disfrutan mucho del número. Concluyo que sería música más apropiada para una fiesta en casa, con cerveza y otro tipo de sustancias no permitidas para la gente hipócrita.
Veo decenas de gente sentada y una multitud parada: hay casa llena en Cearte. Unos se besan, otros más buscan, un anciano baila en su silla, y claro, algunos desechan y retoman vicios como hace el artista con los sonidos que no le sirven para transmitir su debraye interno. Varios beben “café” en sus termos para quitarse el frío y la moderación, otros miran atónitos el número musical que ha convertido la explanada de Cearte en un intento de rave. “Faltaron las tachas”, me comentará una amiga más tarde en “El Euro”.
Presto atención y descubro que una colega del “Colectivo KPA” es la responsable de las proyecciones. “Son en vivo, no puedo hablar mucho ahorita. Los visuales de Meltí son los chidos”, comenta.
“¿Qué te parece?”, le pregunto a un amigo comunicólogo sobre la música del trillón. “Está chido, pero me gusta más la de ‘Ora pinches vergas´ de Los Wookies”, responde el también bajista del grupo Envergadura.
Cruce de miradas y relámpagos alumbran la experiencia mientras una pareja se balancea con las sacudidas de la música electrónica que “Polo Vega” crea desde el 2013. “Música hecha con máquinas frías para calentar el alma”, afirma el artista. “Se quedan con Meltí”, comenta al despedirse.
Se reacomodan los músicos, la gente, los diálogos y las vibras. “Y a todo esto, ¿quién es Adan Jodorowsky? Sé que es hijo del director chileno, pero no sé qué pedo…”, comenta alguien en una conversación grupal.
Un colega reportero de El Vigía me comparte que es “fan” del músico desde la secundaria. “Sí we, yo tenía el disco de ´El Ídolo, está bien loco ese we, una vez su jefe le dijo algo así como ´si quieres cogerte a tu mamá, por mí no hay pedo´, pero pues imagínate, ser hijo del pinche ´psicomago´ese. Su música está muy chida, tiene varias etapas”.
Empieza la orquesta ambiental de Meltí, esparciendo atmósferas folclóricas entre los bosques pacientes, enredando tramas donde el tiempo cambia de color según la dirección que tome el viaje astral personal. Tres voces crean el salón de baile sideral donde los pies de la niña y su madre saltan montañas, valles y ríos.
“Si desaparecí, fui en busca de verdad…”. Con su rock atmosférico Meltí llena de cristales y reflejos la realidad, proyectados en el mapa de la conciencia dormida (lúcida) que elabora KPA: un auto en llamas, una persecución a mitad de la carretera (¿homenaje a Karma Police?), mientras un violín desgarra la dimensión urbana para transportarnos al otro lado de la duda. “Les falta presencia en el escenario”, comentará más tarde un camarada al estar dialogando sobre su presentación.
Saludos, abrazos, sonrisas (falsas y honestas) se intercambian mientras transcurre el show del grupo ensenadense, como suele ocurrir en los eventos culturales de la ciudad, en los que todos nos encontramos y nos reconocemos de una u otra parte; maldición, bendición, dependerá de la madurez y la reputación.
“Puedes oírme”, gritan los músicos, incinerando y recreando recuerdos, repitiendo ciclos, momentos que de tanto encierro explotan en un drama que nos atraviesa a todos y nos deja listos para la presentación estelar.
Mientras esperamos el show de Adan Jodorowsky, multifacético cantante cuyos personajes mueren cuando se desgastan, observo el montaje a mi alrededor, cuyo rasgo principal son los jóvenes: perforaciones, tatuajes, jergas, peinados estrafalarios, cabellos coloridos, gafas pretenciosas, desempleo, sueños, angustias, dibujos, audífonos, ojeras, amor y desamor, “café” (y en alguno de los bolsillos poquita marihuana), diálogo político (escaso pero presente), todos parecidos en que son (o se creen) únicos. Es una exhibición del mosaico de identidades juveniles, diferenciadas y similares, pero eso sí, con la resistencia pasiva bien marcada en sus vestimentas.
La música de fondo se desvanece, el show principal está por comenzar. Los pibes se acercan al escenario y comienzan a aplaudir, bailar y gritar a una sola voz con la llegada de “El Ídolo”, quien abre el show con una canción de su nuevo disco en la que denuncia que “Nada es más hermoso que vivir”, aclarando de una vez que éste show tendrá su nivel de intimidad al acariciar a los fans desde la primera pieza.
La mitad de las sillas han quedado vacías para llenar la pista de baile, mientras una avalancha de buena onda morada, azul y rosa se apodera de los seres marinos. “¿Saben hablar francés?”, pregunta el joven músico, para iniciar con J’aime tes genoux, oda a la belleza de las rodillas. La multitud de jóvenes baila, sonríe, vive, disfruta.
El hombre de corbata, saco brillante, barba y look de gurú new age nos introduce a Charly, joven técnico responsable de que Adán Jodorowsky sea parte del Festival de Octubre: “¡Charly, Charly, Charly!”, grita el público fundiendo la vibra de ambos lados del concierto.
Es el turno de lo que ya es un clásico para los seguidores del cantante: “Un dolor insoportable… me está comiendo el alma…”, inicia con música de cabaret la voz que canta sobre lo mal que está, sin saber dónde ni cuándo y qué. La banda saca el dolor al aire prendiendo cigarrillos, dándole tragos a su “café”, meneando el cuerpo y cantando eufóricos: “Podría darme cuchillazos aquí en el corazón, por lo menos sufriría por alguna razón… por la calle gritaría… ¡soy un huevón!”.
Tras cantarle las mañanitas al guitarrista de la banda (una recepción bastante mexicana), Adán expresa que “ha llegado el momento acústico”, para iniciar con una canción de su nuevo disco de toques tristones. Los cuerpos se balancean con la balada nostálgica, susurro ideal para volver a aquellos recuerdos y tomar un poco de aire para despejar la pesadez del presente por unos minutos.
Las chicas lindas bailan con el sabor de la música que llevan dentro y que Jodorowsky conecta con la brisa del puerto al cantar sobre “liberarse del sentimiento y sacar de ti lo más bello”. Los perfumes se mezclan en una bebida embriagante al iniciar “Amor sin fin”; una breve película de recuerdos de la vida universitaria encienden fibras de la nostalgia que evoca la memoria de pasear por la ciudad en bicicleta, sin más preocupación que estudiar, aprender, crecer: ser. El coro de la melodía une a todos en una sinergia que potencia la apertura del alma.
El Ídolo canta uno de sus himnos, desnudando el alma con un espectáculo que salta de la parálisis al fluir explosivo de los cuerpos: “Y ahora, qué puedo hacer, si un astro, yo quiero ser…”. El músico hipnotiza al público con su baile sensual: el digno movimiento de su trasero será tema de conversación tras concluir el show.
“Color café, como tu color café”, corean los labios que degustan el provenir de una canción ante la cual es imposible no sonreír. El loco abre un pasillo a la mitad del público y sale corriendo entre la multitud, mientras en el aire el olor a sonrisas pachecas libera los bloqueos mentales que permanecían sólidos como ladrillos: hoy se baila sí o sí.
Los músicos enloquecen y el baterista saca el fenómeno natural que guarda en su interior. Tras la primera retirada del grupo y el tradicional grito por “otra” canción, regresa Adán para compartir “Déjame llorar”, pieza para externar las penas por aquel o aquella que nos hace falta: “si es un delito amar, un delincuente soy…”.
La melancolía prosigue con una canción para los que nos sentimos solos y queremos ser otro, en una versión acústica que permite soltar y volar.
“¿Puedo tocar una canción más? ¿Sí, una con mi guitarra, rápido?”, pregunta el niño Adán. La petición es aceptada y el cantante nos regala una última pieza: “Ya no estás más a mi lado corazón, y en el alma sólo tengo soledad…”. El homenaje a la vida termina con el músico nadando entre un mar de brazos entusiasmado por tocar a su ídolo.
La velada en la Plaza de las Artes llega a su fin con esa sensación que surge cuando se mezcla amor y tristeza, dejando a los jóvenes de Ensenada con el perfecto sabor de boca para seguir soportando la existencia un rato más. Por esta noche, el Festival de Octubre nos ha complacido; y eso no se consigue fácilmente cuando se trata del pueblo-citadino, cuyos habitantes suelen exigir mucho más de lo que dan.
*Trabajo publicado con la autorización de 4vientos