DEDO DE SOL: NARCISO.
«En otro tiempo, la naturaleza humana era muy diferente a lo que es hoy.
Primero, había tres clases de Seres: los dos sexos que conocemos y uno tercero compuesto de estos dos, el cual ha desaparecido quedando solo el nombre. Este animal formaba una especie particular y se llamaba andrógino, porque reunía el sexo masculino y el femenino […] La diferencia que se encuentra entre estos tres tipos de Seres, nace de lo que hay en sus principios. El sol produce el sexo masculino (son dos hombres unidos entre sí), la tierra el femenino ( dos mujeres unidas entre sí), y la luna compuesto de ambos, que participa de la tierra y del sol […]»
EL BANQUETE. PLATÓN.
Frente a un espejo de plata, me vi reflejado a mí mismo, complacido y complaciente, te sonreí y de forma cómplice respondiste a mi sonrisa, ahí semidesnudo. No tenía sueño, te convenciste a mí mismo que jugueteáramos un rato como gatos. Te toqué mi cuerpo, desbaratándonos de placer, en silencio. Comenzó la caricia, suave pero sostenida, recorriendo tu pecho, mis pezones, nuestro abdomen, todo cuanto tocabas se deshacía, en una maraña confusa de nervios y piel. Me agaché a besar mi cuello, mi lengua recorrió a placer los vórtices morenos de mis tetillas, abismales por sí mismas, endurecidas por la caricia húmeda, juguetona, enfebrecidos hasta la locura como el resto de la carne que bombeaba sangre de un mismo tiempo y un mismo origen, la piel se desdobla voluptuosa, se hincha rubicunda, se vuelve una y la misma.
Te acercaste aún más, me besé en la boca con toda esa pasión contenida de años de desearme en silencio, mordiendo tu labio inferior te hice saber que me amaba en ti, nuestras lenguas se trabaron en una batalla dilatada de gemidos, jadeos, frases entrecortadas y dilapidaciones del más absoluto y auténtico amor.
2
Me tenía, te tenías, eras mío, era tuyo. Por fin. Mi voz sonaba diferente cuando tú la pronunciabas, eso envilecía aún más mi deseo, lo volvía innombrable, prohibido, perverso. No era yo, y sin embargo era yo mismo, siguiendo el ritmo que marcaban los sedosos truenos que se derramaban de tus mansos labios, a veces más graves, a veces más agudos, pausados en espasmos, con ese cuerpo que no era mi voz, pero que sí era mi rostro. Nuestros dedos no alcanzaron para cubrir cada centímetro de mi piel, salvamos los últimos obstáculos, los restos de ropa fueron decorando los rincones de la habitación, disparados en el frenesí de esa autosatisfacción que urgían nuestros cuerpos. Sin pudor alguno te tocaba mi sexo, fundiendo nuestras fronteras, su tacto firme, empapado, henchido de deseo me hacía desfallecer. Con gran maestría recorriste con mi lengua todas mis hendiduras, bultos, curvas y líneas como si las conocieras de memoria, aunque de pronto aquí y allá te sorprendías ante una imperfección, que eran lo que me volvían distinto a ti. Tu boca devoró mi sexo y yo me sumergí en una ola de destellos densos de luz que me desbarataban, mis dedos ansiosos se aferraban a tu pulsante carne, tumefacta, auténtica, aunque noté que tus formas y dimensiones eran distintas, y tus imperfecciones eran otras.
Nuestra carne pulsa, se tuerce en formas imposibles, entra, sale, se empapa de humedades propias y ajenas, esparce los aromas sensuales que invaden el cuarto, se extiende hasta posibilidades infinitas, nos volvemos agua, nos volvemos sangre. Somos la Unidad perfecta, uno adentro del otro, mi (tu) carne en tu (mi) carne, carne de mi propia carne en otra imagen, la continuidad de un mismo ser, crispados en un abismo, en imágenes que se reflejan en uno, cien y mil espejos, uno y lo mismo, Yo.
Nuestros gemidos se sincronizan en una melodía unísona. Un calor, diferente al habitual, nos recorre como relámpago y me inunda desde el interior, me tomé firmemente de tus caderas llenándote de lava ardiente, exploté en mí mismo, al borde del delirio, un hilo de vida nos recorre la espina dorsal, y finalmente desfallecemos como pétalos suspendidos.
3
Me vi dormir, más enamorado que nunca, con mucha ternura te acaricié mi rostro, recorrí tus facciones tan similares a las mías, me besé con mucha ternura tus labios, y antes de hundirme en el sueño acurrucado entre tus brazos, me susurré al oído que nunca había amado a nadie como a ti.
Efectivamente, al final, nunca amaremos (u odiaremos) a alguien como a nosotros mismos. ¡Buen trabajo!