La habitación olía a betabeles, cañas y berenjenas combinadas con cierta cantidad de yodoformo adherida a una bata robada del hospital Primero de Noviembre. En su estado ansioso Josu únicamente olía granos de su Cefalea gestándose en su líquido amniótico, preparado para escapar y hacer el universo craneal de Josu sismar. Durante su vida había aprendido a vivir con ella, y si bien es cierto que a veces lo postraba en la cama durante horas (a veces días), esto lo aprovechaba para, dificultosamente, leer libros de romance y ciencia ficción. “Qué combinación tan extraña”, le habían dicho en una ocasión con respecto a sus lecturas, “¿por qué?, el romance y la ciencia ficción vienen siendo lo mismo”, pensó, pero no se atrevió a decirlo.

Sin embargo, la cefalea se había vuelto algo constante, una eventualidad más en su vida, como la salida y la puesta del sol, sí, precisamente así, era como un sol ardiente que crecía en su cabeza. Pero no era esa su única preocupación, aquel día despertó con los ojos ardorosos, como si los estuviera frotando contra limones cortados sumergidos en vinagre, como si ese sol dentro de su cabeza estuviera expeliendo rayos fulgurantes a través de sus ojos. A lo largo del día había probado cerrar los ojos para no sentir el ardor, luego los abría y los sentía frescos como cocos, pero lechosos.

Pronto seré un ciego más. Pensé en visitar un oftalmólogo, mas no tiene caso, solo me dirá lo que ya es obvio. Me entristece un poco, es cierto. ¿Cómo no podría entristecer a alguien saber que pronto dejara de ver?”. Escribió en la primera página del diario que pensaba rellenar.

Aquel día de inicio de primavera los pensamientos negativos con respecto al mundo se alejaron de la mente de José. Los basureros donde yacían ratas y vagabundos pasaron a ser parques con niños y perros corriendo, los asesinos se convirtieron en floristas, las guerras con bombas atómicas fueron ahora guerras de nieve. Pero esa alegría era sumamente frágil, cualquier pensamiento concerniente a su eventual ceguera lo sumía en la más profunda tristeza.

Aun con la cabeza palpitando como un segundo corazón próximo a colapsar, se encaminó a la sala y encendió el televisor en búsqueda de la tan añorada distracción.  Lo primero que vio fue una mujer vendiendo cuchillos de plata. La mujer cortó papas, cebollas, carne, y otros productos orgánicos para comprobar la calidad del cuchillo.  Josu cambió al siguiente canal, era el canal del congreso, mujeres y hombres peleaban encima del estrado. Channel 124, Channel 125, Channel 126, Channel 127. Se detuvo. Era el noticiero vespertino.

“Bill, hemos oído de este virus que se propaga rápidamente por el país, ¿podrías hablarnos un poco más al respecto?”

“Claro que sí Susan. De momento no tenemos demasiada información, el gobierno se ha mantenido hermético al respecto. Según informes extraoficiales, solo dos condados del país podrían pasar a ser declarados en estado de emergencia, pero repito, es extraoficial. Lo que sí sabemos con toda seguridad, es que las autoridades recomiendan a la población no salir de sus hogares hasta que todo haya pasado; además de estar precavidos por cualquier rareza que pudieran encontrar en sus hogares, y sobre todo, prestar atención a los síntomas del virus; los cuales van desde dolor de cabeza, sudoración excesiva, disminución visual, pérdida del apetito, dificultad para recordar o concentrarse, dolor corporal, vómito y en algunos casos puede conducir a la muerte. Si usted o alguno de sus familiares padece algunos de los síntomas antes mencionados, es importante que se presente a su unidad de salud más cercana.

“Gracias Bill, estaremos al pendiente del…”- decía la mujer en la pantalla, cuando de pronto lanzó un grito ensordecedor y se llevó las manos a la cabeza, sus ojos giraron en todas direcciones hasta ponerse blancos. ¡Oh, Dios! Bill, ¡tengo el virus! Bill! Oh, Dios!- La mujer soltó un último grito, su cabeza estalló y una gota de sangre cayó en la esquina superior de la cámara.

Josu salió huyendo hacia el baño, se arrodilló frente al escusado y comenzó a vomitar. Sentía cómo el estómago se le vaciaba por completo,  por su cabeza rondó el pensamiento de que seguramente moriría por un tapón de esófago formado por algo que había comido ese día. Abrió los ojos sanguinolentos y se levantó exaltado al ver el escusado manchado con una sustancia viscosa de color purpurea.  Comenzó a preocuparse, el dolor de cabeza parecía incrementar conforme el tiempo pasaba, pero ahora además de preocuparse por ello también tenía que hacerlo por sus ojos y aquel vomito.

“No te preocupes, Josu, no lo hagas, solo provocarás que el dolor se agudice. Deja de pensar”. Cerró los ojos, pensó en un escenario blanco, tan hermoso como un lienzo de Dalí jamás iniciado.  El dolor no se extinguió, pero al menos descendió. Lanzó una honda bocanada y se sintió vivo una vez más.

Fue a la cocina y se preparó un emparedado de maní. Al primer bocado sintió como una carga terrible tener que masticar, como si tuviera en la boca piedras en lugar de pan. Escupió lo que tenía en la boca y tiro el resto del emparedado al cesto de basura. Cerró los ojo y comenzó a frotarlos con las manos, luego parpadeó lentamente tres veces para humedecer las pupilas; cada que los cerraba veía la imagen de limones cortados manchados de sangre, pero no importaba, debían humedecerse aunque fuera doloroso. Fue ese último pensamiento el que lo hizo consciente de cuanto le dolían las piernas, luego la espalda baja, luego el cuerpo entero. El cabo de un instante tan efímero como el aleteo de un colibrí, el dolor se volvió tan insoportable que Josu termino tumbado en el suelo sin posibilidad de reacción.

“Llévame, llévame, llévame de una puta vez”, murmuraba jadeando.

Intentó reincorporarse, pero nuevamente vomitó y nuevamente la sustancia viscosa color purpurea salió, dejándolo de rodillas. Finalmente su cuerpo no pudo más y cayó tendido. Su rostro  encima del charco de vómito y la sensación junto con el olor lo hicieron vomitar una vez más, pero esta vez su rostro quedo cubierto por la sustancia viscosa y corrió por los bordes de la baldosa extendiéndose por la habitación. Josu se sintió humillado y comenzó a llorar por la impotencia que sentía; ni pies ni manos, ni los ojos arder, no sentía absolutamente nada, sino impotencia.

“Estoy muerto”, pensó débilmente, pero más valía que no, porque sería humillante permanecer en esa posición días, quizá semanas, hasta que alguien entrara en su casa y lo encontraran muerto encima de su propio vomito. La escena lo hizo llorar aún más. Cerró los ojos e intento pensar de nueva cuenta en ese cuadro blanco para tranquilizarse. Lo logró durante un instante, pero pasó de ser ese lienzo jamás comenzado de Dalí para transformarse en un horrible lienzo terminado de Malévich. Su espacio de meditación se había desvirtuado y transformado en un absurdo concepto. La cabeza, los ojos, todo comenzó a sentirlo y a la vez sufrirlo. El mundo giró como un enorme carrusel vuelto loco.

Lux, explosión, punto negro. Fue entonces cuando comprendió lo que le aquejaba. “! Es el virus!” Se dijo así mismo. Todo cobró sentido; el dolor de cabeza, el ardor de los ojos, el vómito, la pérdida de control sobre su cuerpo, la dificultad para concentrarse. Sí, estaba infectado.

« ¿Desde cuándo? Me habrán infectado, ¿desde el nacimiento?»

La imagen de la mujer de las noticias con la cabeza estallando llegó a su cabeza. “No, no terminare así. No, no terminaré con la cabeza hecha pedazos, tampoco encima de este vomito”. Primero movió los dedos de la mano, luego el pie derecho, luego el izquierdo. Poco a poco fue recuperando el control sobre su cuerpo, hasta que finalmente logro reincorporarse por completo.

Desde fuera la casa parecía abandonada, estaba sumida en la oscuridad, con la excepción de cortos destellos de luz televisivos. De pronto una luz permanente apareció. Josu había encendido la luz del baño. Abrió el botiquín detrás del espejo de pared. Tiró las cajas de vicodin, codeína, advil, naproxeno, aspirinas; tiró las botellas de antinflamatorios, … … y… Al fondo, una caja de madera con una cruz incrustada en la tapa. Josu la abrió lentamente: dentro había una pistola plateada ridículamente pequeña. De la sala provenía smooth jazz. Josu cogió la pistola, estaba fría y pesada, aun para su tamaño, era como un preludio.

“No me cogerán imbéciles, no me cogerán! Juro por mi madre que moriré dignamente y no por un puto virus” gritó Josu frente al espejo, tenía el rostro sudoroso y lleno de vomito que comenzaba a ponerse como una capa de masa granujienta. La luz del baño se apagó. Un sol estalló e iluminó rápidamente la habitación y la dejó en la penumbra con la misma rapidez. Betabeles, cañas y berenjenas mezcladas con yodoformo y pólvora.

En la sala la música se detuvo. “Lo logramos, acabamos con el virus, John”, dijo un negro en la televisión. “Pero, ¿a qué precio…?” contestó un personaje blanco de rostro atónito. La música smooth volvió y un plano picado trajo consigo los créditos.

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