Cotidiana: La gracia de las pequeñas cosas
Últimamente he escrito poco, nada, en realidad, pero hay que guardar las apariencias; hacer creer a los lectores (muchos, pocos, nulos), incluso a uno mismo, que se sigue trabajando, que la novela avanza a paso lento pero seguro, que las modestas colaboraciones no se han enviado porque están en constante revisión para evitar textos caóticos, o peor, malos, de esos textos que ni siquiera dejan un mal sabor de boca, que no dejan sabor alguno y que son olvidados tan rápido se terminan de leer y que con fortuna no llegarán a mucha gente y terminarán envolviendo cristalería o en la basura del baño, como ha pasado con algunas de mis publicaciones, por no decir todas, porque también hay que hacer creer que los fracasos son contados.
Y en medio del silencio aparece mi vecina tarareando una canción que desconozco mientras cuelga sus sostenes de la reja, y la observo. Veo a esa mujer morena, de cabello grasoso, brazos gordos y senos grandes agacharse de vez en vez para sacar un sujetador de una cubeta para después colgarlo ahí, sin señales de pudor o vergüenza en su rostro, con la tranquilidad de quien sabe que no hace algo malo, a pesar de las miradas de las demás vecinas, que se llevan las manos a la boca con sorpresa y que se indignan por el atrevimiento de esa mujer a la que rápidamente convierten en una cualquiera.
Entonces pienso en aquel hombre de Juchitán que en un arrebato de patriotismo clavó una bandera (mexicana, ¿hay que aclararlo?) entre las ruinas de uno de los edificios que colapsaron a causa del temblor de hace algunos días. Y con un arrebato muy parecido al de aquel hombre me pongo a escribir, sin alcohol como Bukowski o cigarros como Bolaño, sino con los sostenes de mi vecina como bandera, como señal de esperanza, o de fuerza, o de aguante, o vaya uno a saber de qué cosa, meciéndose pesados y húmedos sobre lo que este tiempo de silencio tan perro ha dejado de mí.
No queda más que agradecer a mi vecina y a sus sostenes grandes, a los que imagino suaves, perfumados y difíciles de desabrochar, al menos para estas manos que tan poco acostumbradas están a realizar ese tipo de tareas.