a la abuela Socorro

Era tarde. Las voces no tenían rostro. Todo era abandono. Las miradas naufragaban. Era tarde y en aquel lugar cabía todo menos la dicha. A la soledad de aquel pueblo solo la habitaban madres viudas y la inocencia de pequeñas niñas y niños tristes. No había muchas particularidades, salvo una tímida fe y la canción de las oraciones angustiosas que se sucedían en los días nublados y lluviosos perdiéndose sin prisa hacia un destino incierto. Árboles en los alrededores y el murmullo de la quebrada del río recordaban el frío, las distancias. Solía vérsele, dicen ellos, a una desdichada mujer encargada de tantos niños hambrientos posarse a la orilla del río. Lavaba ropa, dicen ellos, motivada por el desaliento, la desesperación y la necesidad del olvido. Agitaba con fuerza sobrehumana las diminutas prendas desteñidas de su recién nacido. Aquel hombrecito desligado de la posibilidad de palpar un rostro generoso lloraba a su vez no tanto por una terrible intuición de la ausencia, sino por el hambre. Era tarde. Y las voces no tienen rostro. Esas lágrimas brotaban del hombrecillo y se le deslizaban hacia un estómago murmurante. Los hermanos posaban sus manos en la panza del menor queriendo alimentarlo con el calor de la compañía. Estas momentos, dicen ellos, eran desgarradores y arrebataban la cordura de una madre con el corazón contrito y la agonía de una esperanza moribunda. Lentamente los amigos fueron haciéndose invisibles. En los pueblos desolados el sufrimiento es solo motivo de interés observatorio. Solo el fervor injustificado de esta madre le permitía creer en mejor porvenir, o creer siquiera, a veces hasta el extremo de una imaginación radical y anhelante pero igualmente acongojada. Por dentro, ella se sentía desapareciendo como si una fuera esquiva a sí misma. Los niños. Las niñas. La inocencia. Solo podía contemplarlos y tocar la muerte, acariciándola para que no se apresurase. Era tarde y llegó la noche. Dolía el vacío. Al alba, lo llano de la mesa, sola y aburrida. La viuda rezaba. Sus rodillas estaban siempre lastimadas, dicen ellos, y marcaba en el suelo la presencia del dolor. Quedaba una cosa, pensó, el aliento, las palabras, lo imposible. Acompañada de todos, a la luz de una candela a media usanza, reveló el plan de los tamales. Los ojos de la ingenua audiencia brillaban mientras ella contaba sosegadamente las maravillas de un gran banquete. Se avecinaba una reunión deliciosa, urgente. La atmósfera de incredulidad era carismática. Lágrimas. Abrazos. Balbuceos. Algunos lloraron, otros se afanaron en saber cómo ayudar y servir en la ardua labor que exigiría una fiesta semejante a la descrita. Qué podrían saber los chiquitos, dicen ellos, si nunca supieron qué era la comida para llenar la mesa, para saciarse, si no sabían qué era una mamá feliz. Pero estaban alegres y por un momento ese lugar sin nombre, sin despertar, sin sueños, ese lugar ajeno, fue finalmente de ellos y la ausencia y el tiempo no tuvo reloj y fue hermoso simpar. La madre señaló reglas precisas con una solemnidad sin precedentes. Era una, fundamentalmente. Ellos, todos, debeían jugar, correr, gritar, disfrutar, caminar, olvidarlo todo. Cualquier cosa si despertaba la sonrisa y el júbilo, un último esfuerzo en nombre de la felicidad, ese seudónimo de cualquier utopía. Una obligación fue señalada, ahora ya no con tono sublime, sino dogmático. No acercarse a una olla inmensa sobre fuego ardiente, tapada bajo el velo de hojas de plátano. Ninguna infantil curiosidad podría ofender la solicitud de una madre cuya voz frágil, tierna y amorosa se volcaba en tan amable, sencilla, petición. A veces el amor de una madre parece exigir una especie de sutil e inviolable obediencia. Mientras tanto, en una situación ya conocida, en donde las plegarias de una madre se confundían con una enigmática sensación de desasosiego, estaba esta mujer, dicen ellos, nuevamente en los lindes del río, fingiendo estar ocupada en algún oficio tras haber dejado las piedras escondidas bajo aquella cortina de engaño. Talvez, pensaba, el fuego no consumiría las piedras pero el tiempo sí acabaría con el suplicio sin tanta tortura y con la certidumbre ilusoria de una última promesa. Sería tan hermoso morir cuando llegue al fin la noche. De pronto el estruendo. «¡Mamá! ¡Mamá! Venga… gracias. ¿Ya podemos comenzar? ¿Nos deja comer uno?» Tembló. El corazón tocaba fuerte desde adentro y la lívida sensatez parecía ignorar a su niñita. Abandonó su perplejidad sobrehumanamente y caminó con la vacilación de quienes marchan a la nada, casi como si lo considerara innecesario. Su hija seguía abultando un monólogo de inquietud y deseo, y la carga se hacía espantosamente pesada. Pero nadie nunca ha construido una mentira excepto con la voluntad extrema de alcanzarse una verdad quizá siempre demasiado lejos del salto que la fe no da. Confirmó lo inverosímil. Los niños en verdad no mienten, se dijo. Aquella epifanía pétrea cubierta de hojas y sostenida ya no se sabía si por la exasperación o la madera ardiente estaba al alcance de lo que antes fue siempre inasequible. No estaba segura si agradecer y a quién o dudar y por qué. Todo aquello era ajeno a las palabras. La olla era fuente de comida y alegría íntima. Los aromas y las delicias eran motivo de una profunda estupefacción, pero hay cosas que solamente se aceptan así como se aceptan los sueños o la vida o la muerte. Una extraña gratitud la interpeló a revisar aquel santuario improvisado donde las marcas de su dolor parecían haber cicatrizado el suelo. La dicha fue providencial. A los días siguientes, dicen ellos, los monótonos aguaceros cubrieron el paisaje ahora menos frío porque el regocijo había vuelto. Los harapos ya no eran lo único para lavar en el río. Platos de porcelana, rajados, amorfos, recordaban a la mujer lo inexplicable. Sus penas se transformaron en un testimonio de silencioso agradecimiento. Su silencio, dicen ellos, era el temor ante lo absurdo, la timidez de la gente modesta, pobre y abandonada a la suerte y al ritmo de la muerte. Ya era tarde, ese otro día. Alejada del río, pasó junto a la olla derruida y la madera húmeda, consumida, y entró a la casa. Las sonrisas de los pequeñitos todavía estaban ahí, como si la muerte y ella hubieran pactado cordialmente un poco más de paciencia. En las noches, contaron algunos del pueblo, la penumbra recelosa descubría la silueta de una señora distraída por el no sé qué del silencio esperando impaciente, dicen ellos, la llegada de otro poquito de fuerzas para buscar piedras, madera y hojas de plátano.

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